André Michalski
McGill University, Montreal
Tito Alvarado, La luz y la palabra – La lumière et la parole. Edición bilingüe, con traducción al francés por Ginette Gauthier. Montréal: Éditions d’Orphée, 1993. 95 + 94 págs.
Esta antología polifónica es, al mismo tiempo, una novela, en la que cada selección poética viene introducida por una sucinta biografía del autor respectivo. Estos autores son ocho hombres y cuatro mujeres, detenidos o secuestrados en el Chile de Pinochet y asesinados o «desaparecidos» . Como obra póstuma colectiva, los poemas de la antología cobran un valor de testamento, no de una persona, sino de toda la joven generación chilena sacrificada por la dictadura, y que también incluye a los exilados. Los imaginados autores de la antología son los portavoces de esa generación perdida. Son doce, como los apóstoles, en un evidente afán de subrayar la misión redentora del poemario.
Los poetas imaginados por Tito Alvarado hacen pensar en los heterónimos del gran poeta portugués de principios del siglo, Fernando Pessoa. Con una gran diferencia, sin embargo. Pessoa, para dar libre juego a tendencias obsesivamente contradictorias de su personalidad, además de la obra que escribe bajo su propio nombre, crea a tres heterónimos a quienes atribuye poemas y poemarios compuestos en otros estilos y con inspiración distinta. Así, en contraste con el intelectual y cosmopolita Pessoa, angustiado y enajenado del mundo y de sí mismo, su heterónimo Alberto Caeiro es un pastor, quien canta su vida en la sierra, en armonía con la naturaleza y su rebaño de ovejas.
En cambio, los doce poetas imaginados por Tito Alvarado se parecen mucho a su creador. Pertenecen a su generación y comparten sus mismas preocupaciones e ideales. La gran diferencia entre ellos y su creador radica en que, mientras que Tito Alvarado sigue viviendo en la emigración desde su salida a raíz del golpe de 1973, los heterónimos se quedaron en Chile, o regresaron poco después, transformándose en víctimas de la dictadura. A través de esas proyecciones de sí mismo, Alvarado logra vivir (y también morir), en forma vicaria, en el Chile de Pinochet. Además, el hablar por la boca de doce heterónimos distintos le permite al autor asumir cierta distancia y cierta objetividad con respecto a temas muy candentes y variar el tono de la poesía y el punto de vista de su mirada sobre Chile, viéndolo simultáneamente desde fuera y desde dentro.
Dada la horrenda realidad que inspiró a la obra, resulta sorprendente la ecuanimidad de ésta. Mientras las breves introducciones biográficas de los heterónimos contienen menciones de actos de violencia (sin entrar en los detalles), esa violencia es ausente de la poesía misma. Casi las únicas alusiones al régimen militar son unas breves semblanzas grotescas, como la que caracteriza al Chile militar como un «angosto reino de pacotilla y augusto césar general» (‘Trenes en la noche’, pág. 22).
La pasión que anima La luz y la palabra es la del regreso. El heterónimo Hugo de las Rosas expresa esta obsesión en una forma análoga a la del amor divino de los místicos españoles, mediante imágenes eróticas:
Quiero ir por tu cintura
en primavera,
que me vean aquellos campos floridos.
A contraluz,
bajaré a tu aurora secreta
para amar y poseerte alegre
patria entera.
(‘Quiero’, pág. 83)
Según su biografía, Hugo de las Rosas ve su deseo cumplido, en un desenlace violentamente irónico: «detenido en Buenos Aires en 1976, es trasladado a Chile, donde desaparece» (pág. 79).
De todos modos, el regreso al paraíso perdido es una imposibilidad, expresada en el siguiente poema de sólo dos versos, atribuido a Teresita Alcayaga: «Chile es otro / yo también» (‘Lo leí en la arena’, pág. 38).
Uno de los rasgos notables de la antología es su riqueza estilística, no sólo entre los diferentes heterónimos, sino también dentro de la obra de varios de ellos. Veamos, por ejemplo, la imagen polivalente del pan en «Regreso a la panadería de la esquina» (es el primero de los poemas atribuidos a Leandro Arratia, 1945-1981, págs. 49-50). El poema empieza como expresión de añoranza de la patria perdida, provocada por un obsesivo recuerdo olfativo:
Desde el sur me llaman
sus cartas con amor en la piel,
los deberes de la poesía en la calle
y el olor del pan,
fresco.
Ajeno.
Nótese cómo la imagen idílica del pan súbitamente es desgarrada y pisoteada por el puñetazo del adjetivo ajeno. Es que este pan apetitoso, fragante, es inasequible para los pobres, y los niños que lo huelen el pasar frente a la panadería, en vez de sentir placer, sufren suplicios de Tántalo:
Crujir de olores que agolpa
cuchillos en estómagos infantiles,
descuartiza auroras de un golpe de sable.
Pan de todos los días,
caliente.
Inalcanzable.
Chile es un país en que coexisten los hartos y los hambrientos. Este contraste lo expresa admirablemente la feliz imagen de la marraqueta, el pan típico de Chile, en forma de dos bollos gemelos, pegados longitudinalmente:
Chile es una marraqueta fantástica
a orillas de un mar hambriento.
Aquí, la marraqueta son los chilenos saciados, mientras que el «mar hambriento» representa a los millones de pobres, que pasan hambre. Al final, los dos últimos versos del poema forman un estribillo que nos deja entrever la creciente ira del pueblo:
Chile es una marraqueta crocante
al pie de una cordillera iracunda.
El pan será un símbolo de la lucha por la justicia:
No es de nostalgia
el pan que me alimenta.
Nuestro pan
es la lucha.
Pero es también el pan de la «compañía«, el de la comunión entre los hombres. Leandro Arratia, el autor de los «Poemas del regreso«, decide volver a Chile para continuar la lucha para poder «servir la mesa para todos«. El poema termina en una plegaria dirigida a ese pan que ahora simboliza un porvenir justo: «Pan de la esperanza/ no me faltes ahora.«
Los dos versos iniciales de toda la antología, «amo los versos sencillos / y tu voz sin quebranto«, son una clara alusión a José Martí y sus Versos sencillos. Con ellos empieza el ‘Arte poética’ atribuida a Guillermo Antinao (págs. 13-17). En realidad es el manifiesto poético de Alvarado, en el que combina ideas de lucha , de belleza y de ternura, precisamente a la manera de José Martí en sus Versos sencillos. Me llaman la atención los versos «la poesía es un acto de combate, / pero cuidado con las piedras» (pág. 14), o también «pero el hombre esencialmente es ternura» (pág. 17). Fiel a los principios proclamados en esta ‘Arte poética’, toda la antología, a pesar de la dolorosa realidad de su inspiración, expresa ideas optimistas y brilla por sus imágenes luminosas y esperanzadas. En esta óptica, es típica el poema ‘Día con diamantes’ (nótese la aliteración en di), en que el diamante no sólo propicia imágenes de luz y brillo, sino que es también la piedra durísima, que «pule aceros, da brillo a la verdad» (pág. 21). La estrofa final del poema de cierto modo resume todo el libro. Habiendo recibido la revelación, del «sabio que todos llevamos dentro«, el poeta proclama su apostolado:
Desde entonces, ciego de amor,
llevo esperanza en la mirada,
trabajo para ver futuro.
El tema central de la antología es la contemplación de Chile, desde fuera y desde dentro, enfocando no al país, sino el acto mismo de mirar, repartido en dos intensas ojeadas, como dos haces luminosos. El haz lanzado desde fuera intenta detener el tiempo, proyectando la nostalgia de los exilados para quienes la juventud y la patria perdida se aúnan en una sola figura mítica, que se quedó atrás, mientras que el haz interior concentra la mirada hacia adelante de jóvenes chilenos que también sufren y que luchan, puestos los ojos en un futuro colectivo verdadero y justo, a la vez que hermoso.
La luz y la palabra es uno de los poemarios más bellos e intensos que he tenido el privilegio de leer, muy rico en formas poéticas, en ritmos, temas e imágenes, sólidamente estructurado y, en armonía con el título, diáfano en la claridad de sus mensajes. Es el quinto y, a mi juicio, el mejor, de los poemarios publicados hasta la fecha por Tito Alvarado.
Lamentablemente, la traducción al francés que acompaña el original es demasiado literal y antipoética. A veces, incluso parece que la traductora no entendió, a pesar de su total claridad, el sentido intelectual del texto que leía, trastrocándolo en su versión, hasta el punto de hacer ininteligibles para el lector francófono no pocos de los poemas. Peor aún, es el valor afectivo de las palabras que ha salido más malparado del inepto trasvase, cuyo resultado es un texto que repetidamente ofende la sensibilidad estética del lector en busca de poesía.